EL LIT0RAL, Jueves 26 de Enero de 1967

SOBRE LA IMAGINACIÓN Y OTRAS COSAS.

Una noche, mientras dando tumbos en una mal gruesa nos acercábamos a Europa, subí al puente desde donde el timonel, bajo la mirada vigilante del piloto de guardia, con las manos asidas a la rueda del timón mantenía el nimbo del barco. El radar señalaba a estribor la presencia de unos barcos pesqueros, y otro aparato, entre tantos que allí habla, indicaba, a pesar de cabeceos y rolidos, que la embarcación mantenía una perfecta y tranquilizadora estabilidad. Pero no había subido hasta el puente para ver esas maravillas de la ciencia y de la técnica de la navegación moderna. Había subido movido por una curiosidad pueril: mirar el cielo.

- ¿Dónde esta la Estrella Polar? -le pregunté al piloto.

El marino me miró con cierta extrañeza; y luego de un instante me contestó:

- Pues . . . habrá que buscarla.

Consultó así una canta del cielo y al cabo, me señaló la famosa "tramontana" de los antiguos.

- ¿Qué constelación vemos ahora?, seguí preguntando impertérrito. Y el joven piloto me contestó con cierto desabrimiento y disimulado fastidio:

- Ya no navegamos por las estrellas.

Unos días después, ya en Madrid, tenía ante mis ojos, en una copia manuscrita del siglo XVI, el "Libro de las figuras de las estrellas fijas, trasladado del caldeo y el arábigo al castellano" por Alfonso X el Sabio. Y allí veía el cielo con todas sus constelaciones perfectamente dibujadas y aun coloreadas: "Orión", con las "Tres Marías" en el cinto, enfrentaba a "El Toro" y "El Angel", y "Las Osas", "El Perro", "El Caballo" y hasta "El Río", en el que algunos querían ver el chorro de leche que Marte, en su niñez, había hecho saltar del pecho de Venus que lo amamantaba.

Qué cielo magnífico! Es claro que todo eso era pura imaginación y fantasía. Pero de esa imaginación y fantasía de los antiguos "estrelleros" se llegó a la astronomía. La antigüedad forjó también eran parte de su historia sobre la base de mitos y leyendas, y la leyenda, que no es más que; el fruto de la imaginación de los pueblos, fue la razón de su existencia y la que le dio a la vez un vigor y una fuerza extraordinarios. ¿Qué hubiera sido para no salirnos de España, "el camino de Santiago", que hacían los peregrinos de la Edad Medía, sin todos esos mitos y leyendas que lo jalonaban? Porque ese mismo camino que abrieron y mantuvieron las leyendas medievales, ya sabernos lo que significó para España desde el punto de vista del comercio, del arte y de las letras.

Don Jacinto Benavente dice que a la imaginación se la engaña con muy poco o con nada; pero que hay algo con que se la engaña siempre: el interés y la emoción.

Hay en todas las cosas y en especial en el paisaje, aun en el paisaje urbano, algo mucho más trascendente que la disposición y armonía de los volúmenes sobre los que juegan los efectos de la luz y del color. Y ese algo es lo que llamamos el espíritu, que sólo puede captarse con un poco de sensibilidad y de imaginación. Recuerdo ahora que Ortega y Gasset decía que cada cosa que reviste de vulgaridad y de miseria sus tesoros ocultos, es una virgen que debe ser amada para hacerse fecunda.

Todas estas cosas del viejo Madrid o de otro pueblo de España, con un caserío de varios pisos con balcones moriscos y techos de teja con buhardillas o desvanes; todas estas callejas estrechas, tortuosas y sombrías; estas plazuelas donde hay siempre unos viejos sentados en los bancos de piedra, ensimismados y taciturnos, con las manos endurecidas y secas por los años apoyadas en un grueso bastón de nudos, tuvieron una vez una vida auténtica, inmediata y espontánea. Todo esto representa ahora la tradición3 lo pasado, lo irremediablemente pasado; pero todo esto es a la vez el punto de partida para comprender ese pasado; para comprender y ver las raíces, las auténticas raíces de un pueblo, pero sin sentimentalismos, ni llantos inútiles, ni ditirambos; porque lo que importa es que un pueblo no pierda de vista. por el aluvión de las generaciones, sus verdaderas raíces. España, en este sentido, es un país maravilloso. ¿Hasta dónde llegan sus raíces más profundas y remotas en el tiempo? Los otros días contemplaba en el Museo del Prado la famosa Dama de Elche. El tocado con que ésta sacerdotisa íbera o celta se ataviaba muchos siglos antes de Cristo, ¿no tiene, acaso, una indudable semejanza con el que usan aun hoy, las mujeres de algunas regiones de España? ¿No vemos, acaso, que los moros dejaron su huella profundísima no sólo en la arquitectura, en el léxico castellano, sino también en la imperecedera toponimia española, como en el Guadarrama, el Guadalquivir, Guadalajara o Guadiana? ¿Y los judíos? A pesar de las expulsiones y de los autos de fe, el "cantejondo" ha quedado como un eco clamoroso de las sinagogas de las antiguas juderías españolas.

Los otros días, en el andén de una de las estaciones de Madrid, un reducido grupo de chavales, quizá llamados a formar en el ejército, hacía coro a otro muchacho que cantaba y bailaba flamenco al compás de palmadas y zapateos de sus espectadores. Y bailaba muy seriamente, como en un baile ritual, alrededor de una damajuana devino apoyada en el suelo, a la que a ratos, interrumpido momentáneamente el canto y la danza, cumplimentaban con un discreto beso. ¿No estaría contemplando allí, en medio del fárrago y las estidencias de una estación ferroviaria, el reflejo de una lejana y remotísima danza báquica que bailarían los griegos en la época en que se habían establecido en esta tierra?

Todas estas cosas se me ocurrían un domingo en que logrando el día de holganza, sin archivos y sin bibliotecas, me incorporé a una excursión organizada por el Instituto de Cultura Hispánica. Ibamos en un magnífico autobús, resguardados del frío, corriendo por una de las grandes, modernas y hermosas avenidas madrileñas que salen hacia Toledo.

Así que nos acercábamos al Guadarrama, el frío había encanecido al paisaje señoreado por la sierra rebozada en cl blanco y flamante albornoz de la nieve. Un amplio y bien iluminado túnel de más de tres kilómetros nos permitió pasar rápidamente hasta el otro lado sin sufrir las molestias consiguientes a un viaje por senderos de cornisa y nevados por añadidura. Sin duda prefiere el autobús a los medios de transporte que usaban Felipe II para ir al Escorial o Felipe V, el primero de los Borbones, para hacer este mismo camino en dirección a la Granja, próxima a Segovia lo mismo me ocurre con los viejos barrios y caseríos de los pueblos. Tienen un carácter extraordinario; me deleito, de veras, en su contemplación; pero para vivir, prefiero sin duda el confort moderno.

Con estas imaginaciones, al cabo de una hora y media de viaje ya había salido de Castilla la Nueva para llegar a Castilla la Vieja. Habíamos cruzado muy cómodamente la Sierra del Guadarrama, una de las más importantes del macizo central con picos demás de dos mil metros de altura cubiertos por las nieves eternas. El clima es frío y húmedo y la agradable temperatura estival lo hizo desde antiguo lugar de veraneo, como que ese primer rey de los Borbones construyó la Granja en versallesco estilo francés, próximo a Segovia, donde se estableció la corte veraniega hasta el final de la dinastía.

Con las últimas estribaciones de la Sierra del Guadarrama el paisaje había cambiado por completo. Es que estábamos en Castilla la Vieja, la Castilla por donde cabalgó el Cid en su Babieca, seguido de su hueste: Alvar Fañez Minaya, Muño Gustiós y aquel Pero Mudo, "varón que tanto calla" del viejo Cantar.

En el límite de las sierras se abre una llanura de colinas bajas y onduladas levemente y de un ocre desvaído y seco de follaje, otoñal, encuadradas por el lejano granito del Guadarrama; y en una de esas colinas, Segovia.

Tengo ante mis ojos el famoso acueducto romano, tantas veces visto hasta en láminas de libros de colegio. Como las pirámides faraónicas es uno de los monumentos de la antigüedad más conocido en el mundo entero. Sin embargo, al verlo así tan cerca que nuestras manos pueden apoyarse en sus enormes bloques de granito, se siente una impresión inolvidable. Es realmente, como se solía decir, "una obra de romanos". Se extiende por más de setecientos metros y en su mayor altura que alcanza aproximadamente a los treinta metros, se levanta una doble fila de arcos superpuestos por debajo de los cuales se llega a la ciudad como a través de un magnífico arco de triunfo. No parece, en realidad, una obra realizada por las manos del hombre, tanto más si pensamos que se levantó hace cerca de veinte siglos con tan escasos y rudimentarios medios de una técnica de construcción casi primitiva. Se conserva una leyenda medieval acerca de esta obra verdaderamente extraordinaria. Las mujeres del pueblo, dice esta leyenda, se veían precisadas a hacer diariamente una larga y penosa caminata en busca del agua, de que carecía la ciudad, hasta que una muchacha cansada y fastidiada de tanto ir y venir con el cántaro hasta el río, le pidió al demonio que hiciera llegar el agua hasta el pueblo. El diablo se apareció al instante dispuesto a satisfacer el pedido de la muchacha a cambio, desde luego, de su alma. Y el pacto se hizo con la condición impuesta por la peticionante de que la obra estuviera terminada antes del amanecer. Pero al ver la muchacha que en esa misma noche las piedras se amontonaban y se levantaba un magnífico acueducto, de rodillas ante un crucifijo lloró amargamente y pidió perdón con tantas veras, que Dios misericordioso, la perdoné y, por medio de una triquiñuela divina hizo amanecer antes de la hora ordinaria cuando todavía faltaba colocar un bloque de piedra, con lo cual el demonio huyó despavorido a los más profundos infiernos, y el alma de la muchacha quedó salva y la ciudad tuvo su acueducto.

Segovia es una de las ciudades más antiguas de España. Poblada desde mucho antes de la era cristiana; repoblada por los celtiberos, ocupada después por los romanos, más tarde por los visigodos desalojados a su vez por los árabes a raíz de la invasión musulmana que señoreó durante casi siete siglos gran parte de la península española, fue conquistada por los cristianos y reconquistada por los moros, hasta que en 1085 Alfonso VI conquista la ciudad y la ocupa definitivamente. Aquí vivieron dos de los más grandes y famosos reyes de Castilla: Fernando III el Santo y Alfonso X el Sabio, su hijo, que convoca en el Alcázar las primeras cortes castellanas. En el siglo XV, el 13 de diciembre de 1474, dieciocho años antes del descubrimiento de América, en su Plaza Mayor se oye el clamor del pueblo en la coronación de Isabel la Católica: "Castilla, Castilla, por la reina Isabel!. Más tarde, Felipe II celebra en Segovia sus bodas con Ana de Austria, por ser la ciudad más importante de España; y en el siglo de oro, es su Universidad, fundada por los frailes dominicos, uno de los principales centros de cultura.

La catedral "nueva" que se remonta al siglo XV[, es una magnífica muestra del gótico tardío, con retablos donde es dado admirar las magnífica obras de la imaginería española; el Alcázar, la inexpugnable fortaleza conquistada a los árabes por Alfonso VI en el siglo XI, y las murallas que aún rodean gran parte de la ciudad; los conventos con sus encantadores claustros románicos; el estrecho y sombrío barrio de la judería; el convento de las Carmelitas Descalzas donde se conserva el sepulcro de San Juan de la Cruz, el poeta del "Cántico espiritual" que moría por no morir:

"Yo vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero,
que muero porque no muero".

Y allá, retirada de la ciudad, en un altozano, aislada en medio de un paisaje austero y seco, sin un árbol, sin una sola vivienda, como en medio del yermo, con su torre cuadrada, sus pórticos y capiteles románicos, se levanta la iglesia octogonal de la Vera Cruz, que fue de los Templarios, donde velaban sus armas los caballeros antes de recibir la orden de caballería.

Dejo por fin -más valiera no dejarla nunca- a esta ciudad morisca y cristiana, monacal y guerrera. Unos turistas, al pie del acueducto, han preguntado al guía un detalle importante y lo anotan en sus "diarios de viaje": el acueducto tiene veinticinco mil bloques de granito y ciento sesenta y tres arcos. Y se quedan muy tranquilos.


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